Blackwood, JEZYKI, En espanol, B
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ALGERNON BLACKWOOD
EL SACRIFICIO
Cortesía de
:
Verónica
vaymelek@yahoo.com.ar
I
Limasson era hombre religioso, si bien no se sabía de qué hondura y calidad,
dado que ningún trance de supremo rigor le había puesto aún a prueba.
Aunque no era seguidor de ningún credo en particular, sin embargo, tenía sus
dioses; y su autodisciplina era probablemente más estricta de lo que sus amigos
suponían. Era muy reservado. Pocos imaginaban, quizá, los deseos que vencía,
las pasiones que regulaba, las inclinaciones que domaba y amaestraba... no
sofocando su expresión, sino trasmutándolas alquímicamente en canales más
nobles. Poseía las cualidades de un creyente fervoroso, y habría podido llegar a
serlo, de no haber sido por dos limitaciones que se lo impedían. Amaba su
riqueza, se esforzaba en aumentarla en detrimento de otros intenreses; y, en
segundo lugar, en vez de seguir una misma línea de investigación, se
dispersaba en múltiples teorías pintorescas, como un actor que quiere
representar todos los papeles, en vez de concentrarse en uno solo. Y cuanto más
pintoresco era un papel, más le atraía. Así, aunque cumplía su deber sin
desmayo y con cierto afecto, se acusaba a sí mismo, a veces, de satisfacer un
gusto sensual por las sensaciones espirituales. Este desequilibrio abonaba la
sospecha de que carecía de hondura.
En cuanto a sus dioses, al final descubrió su realidad, tras dudar primero de
ellos y luego negar su existencia.
Esta negación y esta duda fueron las que los restablecieron en sus tronos,
convirtiendo las escaramuzas de diletante de Limasson en sincera y profunda
fe; y la prueba se le presentó un verano a principios de junio, cuando se
disponía a abandonar la ciudad para pasar su mes anual en las montañas.
Las montañas eran para Limasson, en cierto inexplicable sentido, casi una
pasión, y la escalada le reportaba un placer tan intenso que un escalador normal
apenas lo habría comprendido. Para él, era serio como una especie de culto; los
preparativos para la ascención, la ascención misma sobre todo, requerían una
concentración que parecía simbólica como un ritual. No sólo amaba las alturas,
la imponente grandiosidad, el esplendor de las vastas proporciones recortadas
en el espacio, sino que lo hacía con un respeto que rayaba en el temor. La
emoción que las montañas despertaban en él, podría decirse, era de esa clase
profunda, incalculable, que emparentaba con sus sentimientos religiosos,
aunque estuviesen estos realizados a medias. Sus dioses tenían sus tronos
invisibles entre las imponentes y terribles cumbres. Se preparaba para esa
práctica anual de montañismo con la misma seriedad con que un santo podría
acercarse a una ceremoia solemne de su iglesia.
Y discurría con gran energía el caudal de su mente en esa dirección, cuando le
aconteció, casi la víspera misma de su marcha, una serie ininterrumpida de
desgracias que sacudieron su ser hasta sus últimos cimientos, dejándole
anonadado entre ruinas. Sería superfluo describirlos. La gente decía: "¡Ocurrirle
una tras otra de esa manera! ¡Vaya una suerte negra! ¡Pobre diablo!"; luego se
preguntaron, con curiosidad infantil, cómo lo sobrellevaría. Puesto que ninguna
culpa tenía, estos desastres le sobrevinieron de manera tan súbita que la vida
pareció saltar en pedazos, y casi perdió interes en seguir viviendo. La gente
movía la cabeza, y pensaba en la salida de emergencia. Pero Limasson era un
hombre demasiado lleno de vitalidad para soñar siquiera en autodestruirse.
Todo esto tuvo un efecto muy distinto en él: se volvió hacia lo que él llamaba
sus dioses, para interrogarles. No le contestaron ni le explicaron nada. Por
primera vez en su vida, dudó. Un milímetro más allá, y habría caído en la clara
negación.
Las ruinas en que se hallaba sentado, sin embargo, no eran de naturaleza
material; ningún hombre de su edad, dotado de valor y con un proyecto de vida
profesional por delante, se habría dejado anonadar por un desastre de orden
material. El derrumbamiento era mental, espiritual; el ataque había sido a las
raíces de su caracter y su temperamento. Los deberes morales que cayeron
sobre él amenazaron con aplastarle. Se vio asaltada su existencia
personal,
y
parecía que debía terminar. Debía pasar el resto de su vida cuidando a otros
que nada significaban para él. No se veía ninguna salida, ninguna vía de
escape, tan diabólicamente completa era la combinación de acontecimientos que
anegaron sus trincheras interiores. Su fe se tambaleó. Un hombre apenas puede
soportar tanto y seguir siendo humano. Parecía haber llegado al punto de
saturación. Experimentaba el equivalente espiritual de ese embotamiento físico
que sobreviene cuando el dolor llega al límite de lo soportable. Se rió, se volvió
insensible; luego, se burló de sus dioses mudos.
Se dice que a ese estado de absoluta negación sigue a veces otro de lucidez que
refleja con nitidez cristalina las fuerzas que en un momento dado impulsan la
vida desde atrás, una especie de clarividencia que comporta explicación y, por
tanto, paz. Limasson lo buscó en vano. Estaba la duda que interrogaba, la
sonrisa que remedaba el silencio en que caían sus preguntas; pero no había
respuesta ni explicación, ni, desde luego, paz. No había alivio. En este tumulto
de rebelión, no hizo ninguna de las cosas que sus amigos le aconsejaba o
esperaban de él: se limitó a seguir la línea de menor esfuerzo. Cuando llegó la
catástrofe, obedeció al impulso que sintió sobre él. Para indignado asombro de
unos y otros, se marchó a sus montañas.
Todos se asombraron de que en esos momentos adoptase tan trivial actitud,
abandonando deberes que parecían de importancia suprema; lo desaprobaron.
Pero en realidad no estaba tomando ninguna medida concreta, sino que iba a la
deriva tan sólo, con el impulso que acababa de recibir. Estaba ofuscado de tanto
dolor, embotado por el sufrimiento, atontado por el golpe que lo había abatido,
impotente, en medio de una calamidad inmerecida. Acudió a las montañas
como acude el niño a su madre: instintivamente; jamás habían dejado de traerle
consuelo, alivio, paz: Su grandiosidad restablecía la proporción cada vez que el
desorden amenazaba su vida. Ningún cálculo, propiamente hablando, movió su
marcha, sino el deseo ciego de una relación física enérgica como la que
comporta la escalda. Y el instinto fue más saludable de lo qu él suponía.
Arriba, en el valle, entre picos solitarios, adonde se dirigío entonces Limasson,
encontró en cierto modo la proporción que había perdido. Evitó con cuidado
pensar; vivía temerariamente fiando en sus músculos. Le era familiar la región,
con su pequeña posada: atacaba pico tras pico, a veces con guía, pero más a
menudo sin él, hasta qe su prestigio como escalador sansato y miembro
laureado de todos los clubs alpinos extranjeros corrió serio peligro. Por
supuesto que se cansaba; pero también es cierto que las montañas le infundían
algo de su inmensa calma y profunda resistencia. Entre tanto se olvidó de sus
dioses por primera vez en su vida. Si en alguna ocasión pensaba en ellos, era
como figuras de oropel que la imaginación había creado, estatuas de cartón
piedra que decoraban meramente la vida para quiernes gustaban de cuadros
bonitos. Sólo que... él había dejado el teatro y sus simulaciones no hipnotizaban
ya su mente. Se daba cuenta de su impotencia y los repudiaba. Esta actitud,
empero, era subconciente; no le otorgaba cosnsistencia ni de pensamientio ni de
palabra. Ignoraba, más que rechazaba, la existencia de todos ellos.
Y en este estado de ánimo -pensando poco y sintiendo menos aún-, entró en el
vestíbulo del hotel, una noche después de cenar, y cogió maquinalmente el
puñado de cartas que el conserje le tendía. No tentían ningún interés para él. Se
fue a ordenarlas al rincón donde la gran estufa de vapor mitigaba el frío
vestíbulo. Estaban saliendo del comedor la veintena más o menos de
huéspedes, casi todos expertos escaladores, en grupos de dos o tres; pero
Limasson sentía tan poco interés por ellos como por las cartas: ninguna
conversación podía alterar los hechos, ninguna frase escrita podía modificar su
situación. Abrió una al azar: de negocios, con la dirección mecanografiada.
Probablemente, sería impersonal; menos sarcástica, por tanto, que las otras, con
sus tediosas fingidas condolencias. Y, en cierto modo, era impersonal el pésame
de un despacho de abogado: mera fórmula, unas cuantas pulsaciones más en el
teclado universal de una Remington. Pero al leerla, Limasson hizo un
descubrimiento que le produjo un violento sobresalto y una agradable
sensación. Creía que había alcanzado el límite soportable de sufrimiento y de
desgracia. Ahora, en unas docenas de palabras, quedó demostrada de forma
convincente su equivocación. El nuevo golpe fue demoledor.
Esta noticia de una última desgracia desveló en él regiones enteras de nuevo
dolor, de penetrante, resentida furia. Al comprenderlo, Limasson experimentó
una momentánea parálisis del corazón, un vértigo, un intenso sentimiento de
rebeldía cuya impotencia casi le produjo una náusea física. Era como si... se
fuese a morir.
"¿Acaso debo sufrirlo todo?", brilló en su mente paralizada con leras de fuego.
Sintió una rabia sorda, un perplejo ofuscamiento; pero no un dolor declarado,
todavía. Su emoción era demasiado angustiosa para contener el más ligero
dolor del desencanto; era una ira primitiva, ciega, lo que se dio cuenta de que
sentía. Leyó la carta con calma, hasta el elegante párrafo de condolencia,
macanografiado al final, y luego se le metió en el bolsillo. No reveló ningún
signo externo de turbación: su respiración era pausada; se estiró hasta la mesa
para coger una cerilla, y la sostuvo a la distancia del brazo para que no le
molestase al olfato el humo del azufre.
Y en ese instante hizo un segundo descubrimiento. El hecho de que fuese
posible sufrir más incluía también el de que aún le quedaba cierta capacidad de
resignación y, por tanto, también un vestigio de fe. Ahora, mientras oía crujir la
hoja del rígido papel en su bolsillo, obeservó cómo se apagaba el azufre, y vio
encenderse la madera y consumirse por completo sus restos. Igual que la cabeza
ennegrecida, el resto de la cerlla se encogió y cayó. Desapareció. Salvajemente,
aunque con una calma exterior que le permitía encender su pipa con mano
serena, invocó a sus deidades. Y otra vez surgió la interrogante con letras de
fuego, en la oscuridad de su pensamiento apasionado.
"¿Aún me pedís esto... este último y cruel sacrificio?".
Y los rechazó por entero; porque eran una burla y un fingimiento. Los repudió
con desprecio para siempre. Evidemntemente, había concluido el teatro. Negó a
sus dioses. Aunque con una sonrisa en los labios; porque ¿qué eran después de
todo, sino muñecos que su propia fantasía religiosa había imaginado? Jamás
habían existido. ¿Era, pues, la vertiete pintoresca, sensacionalista de este
temperamento devocional, lo que los había creado? Ese lado de su naturaleza,
en todo caso, estaba muerto ahora, lo había aniquilado un golpe devastador; los
dioses habían caído con él.
Observando lo que quedaba de su vida, le parecía como una ciudad reducida a
ruinas por un terremoto. Los habitantes creen que no puede ocurrir nada peor.
Y entonces viene el incendio.
Dos cursos de pensamiento discurrían paralela y simultáneamente en él, al
parecer; porque mientas por debajo bramaba contra este último golpe, la parte
superior de su conciencia se ocupaba seria del proyecto de una gran expedición
que iba a emprender por la mañana. No había contratado ningún guía. Como
montañero experimentado, conocía bien la región; su nombre era relativamente
familiar y en media hora consiguió tener arreglados todos los detalles, y se
retiró a dormir tras pedir que le avisasen a las dos. Pero en vez de acostarse, se
quedó en la butaca esperando, incapaz de levantarse, como un volcán humano
que podía estallar con violencia en cualquier momento. Fumaba en su pipa con
tanta calma como si nada hubiese ocurrido, mientras en sus ardientes
profundudades seguía leyendo esta sentencia: "¿Aún me pedís este último y
cruel sacrificio...?". Su dominio de sí, dinámicamente calculado, debió de ser
muy grande entonces y, reprimida de este modo, la reserva de energía potencial
acumulada era enorme.
Con el pensamiento concentrado en este golpe final, Limasson no se había dado
cuenta de la gente que salía de
la salle à manger
y se diseminaba por le vestíbulo
en grupos. Algún que otro individuo, de vez en cuando, se acercaba a su silla
con idea de trabar conversación con él; luego, viéndole ensimismado, daba
media vuelta. Cuando un escalador al que conocía ligeramente le abordó con
unas palabras de excusa para pedirle fuego, Limasson no le dijo nada, porque
no le vio. No se daba cuenta de nada. No notó, concretamente, que dos hombres
llevaban un rato observándole desde un rincón del otro extremo. Ahora alzó la
vista -¿por casualidad?- y advirtió vagamente que hablaban de él. Tropezó con
sus miradas, y se sobresaltó.
Porque al principio le pareció que los conocía. Quizá los había visto en el hotel -
le eran familiares-, aunque desde luego no había hablado nunca con ellos. Al
comprender su error, volvió la mirada hacia otra parte, aunque consciente
todavía de su atención. Uno era clérigo o sacerdote, su cara tenía un aire de
gravedad no extenta de cierta tristeza; la severidad de sus labios era desmentida
por la encendida belleza de sus ojos, que revelaban un estusiasmo notablemente
regulado. Había una nota de majestuosidad en este hombre que intensificaba la
impresión que causaba. Sus ropas la acentuaban aún más. Vestía un traje de
tweed
oscuro de absoluta sencillez. Toda su persona denotaba austeridad.
Su compañero, quizá por contraste, parecía insignificante con su traje de
etiqueta convencional. Bastante más joven que su amigo, su cabello -detalle
siempre revelador- era un poquito largo, sus dedos delgados, que esgrimían un
cigarrillo, llevaban anillos; su rostro, aunque pintoresco, era impertinente, y
toda su actitud sugería cierta insulsez. El gesto, ese lenguaje perfecto que
desafía la simulación, delataba cierto desequilibrio. La impresión que causaba,
no obstante, era gris comparado con la intensidad del otro. "Teatral", fue la
palabra que se le ocurrió a Limasson, mientras apartaba los ojos. Pero al mirar a
otra parte, sintió desasosiego. Las tienieblas interiores invocadas por la
espantosa carta se alzaron a su alrededor. Y con ellas, sintió vértigo...
A lo lejos, la negrura estaba bordeada de luz; y desde esa luz, avanzando
deprisa y con indiferencia como desde una distancia gigantesca, los dos
hombres aumentaron súbitamente de tamaño; se acercaron a él. Limasson, en
un gesto de autodefensa, se volvió hacia ellos. No tenía ganas de conversación.
En cierto modo, había esperado este ataque.
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